martes, 23 de febrero de 2010

Escena de la última luz

El señor miraba pasivamente a la gente pasar. Esperando, no esperando. ¿Esperando qué? La muerte, ¿No esperando qué? El amor.

Sólo se sentaba y de vez en cuando suspiraba, gravemente, con dificultad, como cuando el agua pasa por un colador con arena.

El viento que había estado ausente, comenzó a mover el cabello del hombre, recordándole las manos de su amada que le acariciaba en la cama, en el césped, en la arena.

La arena. Había creado tantas cosas con ella. Había sido testigo de su color, su textura, por las malas… de su sabor.

¡Qué enorme contraste la falta de suavidad de la arena con la dulce piel de su blanca niña!

Tanto la lloró que ni una lágrima más por su mejilla rodó. Ese día, el hombre se secó.

Su última caricia, antes de que a ella se la llevara la marea.

Su última caricia, la que le regaló el viento esa tarde.

Pero no fue lo único que le obsequiaron el clima y el tiempo. Ellos también le dieron un pase para llegar a la luz. Un túnel profundo donde al final se encontraba ella esperándolo, con los brazos abiertos, con la boca parada y los ojos cerrados.

Llegó a ella y la abrazó.

Cesó el viento, cesó la luz y el tiempo.

El hombre sentado en la banca ya no veía a la gente pasar. Ya no esperaba. Ya NO no esperaba. Ya ni siquiera respiraba con dificultad… el hombre ya no vivía.

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