domingo, 19 de julio de 2009

Diario de un teléfono

Un teléfono sonaba desesperado, gritaba lo más fuerte que podía para ser contestado de una vez. A nadie le gusta ser ignorado, a un teléfono... tampoco.
Después de unos quince tonos, el teléfono desiste, se rinde, sabe que nadie lo tomará y dirá algo al otro lado de la línea.
Hay personas en la casa, pero a nadie le place contestar.
Vuelve a sonar y grita, él sólo hace su trabajo, oara eso lo inventaron, para eso lo compraron: para avisar cuando alguien se quiere comunicar. No para qye le recuerden a Bell (ya que no tuvo madre).
La niña que jugaba con sus muñecas en la escalera se hartó de escuchar el obstinado repicar del aparato telefónico, corrió hacia él y contestó solo para azotar el auricular contra la base después de gritar una maldición que advertía que sus padres no contestarían porque se encontraban encerrados en su cuarto haciendo el amor.
Después de tal espisodio, la niña regresó feliz, brincando hacia donde se encontraban sus amigas de plástico, perfectamente proporcionadas (según ella). Deseó ser como ellas, pero era biológicamente imposible y ella lo sabía. Una lágrima saló su mejilla. Volteó a ver al teléfono que minutos antes había maltratado.
Caminó y lo tomó, no marcó, sólo lo escuchó, con su pequeña oreja pegada al frio plástico poroso.
Lo escuchó hasta que se durmió.

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