jueves, 13 de mayo de 2010

Sofía por la mañana

¿Por qué los hijos de Osiris no reconocieron a sus víctimas? Porque nacieron para matar cegados.

Ya no importa de dónde vienes o adónde vas; quién eras o quién serás.

Ya no importan sueños o anhelos, pesadillas o recuerdos.

Todo se arremolina bajo una tapa de melancólica seguridad. Nada es verdad, nada es mentira. Sus dioses han dejado de existir para darle paso sólo al presente, al efímero instante.

Esta guerra, antes peleada en el fondo del mar, ahora ha llegado hasta la superficie. Subió escaleras construidas con ráfagas de metal y truenos y han llegado al cielo. Ya no se le teme a Dios. Sólo se le teme al diablo. Al demonio que es el único que parece existir; a ese ser que encarcelando a Yahveh, Alá, Krishna y demás, nos ha encarcelado también bajo barrotes de fuerza, pero chapeados en desesperanza.

El que llega a vivir en guerra, en guerra aprende a vivir. Pero eso es obra del hombre, que dependiente de la mano de sus dioses olvidó depender de la suya propia. No cree en él, pero sí en todo lo demás.

Culpa a la montaña porque le tapa el sol, cuando tuvo la oportunidad de construir sobre ella, pero desistió porque habría tenido que escalar.

El fantasma de la vida fácil se arremolina entre las almas tratando de espantar al trabajo, a esa pequeña mariposa, porque la confunden con un gusano. Su bestialidad les impide ver las alas. Las únicas alas con las que podrán volar hacia la cumbre de la montaña. Cualquier montaña.

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